Primer capítulo del libro: «Examen de realidad»

Imbecile: Traditionally an adult with a mental age of roughly 6 to 9.


Online Etymology Dictionary

[…] Es suficiente para la verdad aparecer una sola vez, en un solo espíritu, para que nada pueda ya nunca más impedirle invadirlo todo e inflamarlo todo.


Pierre Teilhard de Chardin, Le Cristique

Esta civilización se ha acabado. Y todo el mundo lo sabe.


Kenneth McKenzie Wark

En grandes letras

Me desperté con un único recuerdo: había soñado con estas palabras, que veía escritas en letras grandísimas:

IMBÉCILES PARA SIEMPRE

Poco más podía recordar, casi nada. Sabía, eso sí, de ese modo especial en que se saben las cosas al despertar, que imbéciles lo éramos todos: lo de «imbéciles», en mi sueño, se refería a toda la Humanidad. Todos imbéciles.

Lo demás era bastante oscuro. ¿Qué querría decirme, este sueño? Se me ocurrió, primero, que quizás la frase debería encerrarse entre un par de signos de exclamación:

¡IMBÉCILES PARA SIEMPRE!

Pensé entonces que se trataría, siguiendo esa puntuación, de un diagnóstico: una especie de sentencia final, definitiva, sobre la impotencia de la Humanidad. Todos imbéciles. Y, además, de un modo irredimible: para siempre.

Se me ocurrió, después, que quizás los signos fuesen de interrogación, en vez de exclamación:

¿IMBÉCILES PARA SIEMPRE?

El sueño hablaría, entonces, de una posibilidad. De que seríamos, todavía, capaces de preparar, de pensar, de llevar a cabo, un acontecimiento liberador, un evento que irrumpiese, por fin, en la cruel historia de la Humanidad, un auténtico paso en la evolución.


* * *

Días antes, había también soñado. Soñé que, en uno de aquellos primeros barcos de vapor, que todavía eran de madera, los pasajeros y tripulantes, de un modo que me resultaba muy extraño, se dedicaban a hacer leña de la propia nave, para calentarse, cocinar y conseguir el vapor propulsor; celebraban matrimonios con la intención de aumentar el número de leñadores; se compraban y vendían unos a otros las distintas calidades de madera obtenida; valoraban como lo que denominaban Producto Naval Bruto la leña extraída de la propia estructura de la nave, y hacían además publicidad con el obbjeto de estimular el crecimiento de la producción y el consumo. Como si, reflexionaba yo dentro del propio sueño, estuvieran ansiosos por adelantar a golpes de hacha el hundimiento de la nave común.

En ese caso, al despertar, no experimenté ninguna duda sobre su carácter: me pareció una descripción más que clara de lo que estamos haciendo, de la actual acción humana en el planeta.

¿Seguir creyendo en lo inevitable del horror?

Y es que hoy tenemos señales indudables de que en la Tierra, en la biosfera que compartimos, la acción humana global, progresivamente potente y acelerada, está desencadenando consecuencias tremendas, cada vez más graves y de que, según las previsiones más sensatas, algunos de los desastres que se están produciendo pronto serán irreversibles, si no es que han empezado a serlo ya.

«Ya lo sabemos», se nos dirá. Pero, realmente, ¿nos estamos enterando bien de lo que está sucediendo? Sí y no. Aunque a miles de millones de personas les llega continuamente un flujo masivo de información, a través de las variadas formas de los llamados medios de comunicación, los problemas más acuciantes se ven difuminados, por lo general, en su importancia y su contexto, al aparecer mezclados en una amalgama de noticias más o menos irrelevantes. Uno recibe la impresión de que el empacho sobreinformativo ha venido a sustituir a la antigua censura.

La actual supervivencia mediocre, miserable y que se pretende sin alternativas —cuando en realidad disponemos cada vez más de los conocimientos y los medios necesarios para lanzarnos, por fin, a una nueva cultura en la que la vida sea de verdad Vida—, hace que aumente en todo el mundo el clima de violencia, de desintegración y de destrucción, como si muchos necesitaran descargar así la tensión progresivamente creciente y acabar de un modo catastrófico y demencial con la frustración acumulada.

Entretanto, seguimos oyendo, una y otra vez, las mismas declaraciones pomposas sobre la paz, la libertad, la justicia y el progreso, acompañadas a menudo de recepciones suntuosas, desfiles militares, cenas de gala, homenajes y repartos de premios y de condecoraciones que, aunque de un infantilismo grotesco, no producen todavía una carcajada general liberadora.

Sin embargo, en los últimos tiempos, ha ido aumentando, en muchos millones, el número de personas que ya no pueden ni desean seguir creyendo:

  • que haya que dejar las decisiones fundamentales en manos de unos pocos que monopolizan el poder apoyados en la fuerza de las armas;
  • que la diferencia entre ricos y pobres sea tan natural como la que existe entre manzanas y plátanos;
  • que los trabajadores manuales constituyan una casta inferior;
  • que el sexo o el color de la piel deban graduar la incorporación al saber, y al disfrute de los bienes de la Tierra;
  • que los que hayan infringido las leyes de una determinada sociedad o hayan sido etiquetados como enfermos mentales deban ser sometidos a tortura;
  • que el morir deba seguir sustraído a la voluntad de la persona y sea monopolio del poder médico, judicial o religioso;
  • que las mujeres sean objeto de uso y propiedad de los hombres;
  • que los jóvenes deban ser excluidos de la gestión de la sociedad;
  • que los niños deban ser reprimidos, explotados, convertidos en tarados, por el poder despótico de padres ignorantes;
  • que las naciones, lenguas, culturas y religiones deban seguir dividiendo a la Humanidad en cuasi-especies diferentes.

Que el mundo, en conclusión, deba seguir siendo, para la inmensa mayoría, un valle de lágrimas.1

Y es que somos muchos, cada vez más, los que no queremos seguir siendo, colectivamente, imbéciles.

El demencial crecimiento de la población

Pero, en demasiados aspectos, lo parecemos, y mucho. Un ejemplo, escogido con toda la intención: dentro de pocos días voy a cumplir ochenta y siete años. Cuando nací, en 1931, éramos, en el planeta Tierra, unos 2.070 millones de humanos; en el momento de redactar este escrito, en 2018, somos ya unos 7.600 millones.

Son cifras tan brutales que nos resultan difíciles de imaginar; no estamos hechos para visualizar guarismos así de gigantescos. Quizá un esquema visual nos ayude un poco a situar la magnitud de lo que estamos planteando.

Crecimiento de la población humana
en los últimos 10.000 años


Hace 10.000 años: 10 millones


Hace 2.000 años: 200 millones


Hace 100 años: 2.070 millones






Hoy: 7.600 millones

















Escala: = 10.000.000 de humanos

Si uno consigue distanciarse y no decir automáticamente «ya lo sé; ¿y qué?», resulta más bien demencial, ¿verdad? Y es que, además, se prevé, alegremente, como si no tuviese mayor importancia, que, en menos de quince años, seremos nada menos que 1.000 millones más.2

¿Cómo hemos llegado a esta situación, verdaderamente insensata? ¿Cómo ha podido multiplicarse y extenderse la especie humana por todo el planeta, más allá de los límites que parecen existir para las otras especies?

Fundamentalmente, a base de convertir en comestibles y conservables, mediante el uso del fuego y las tecnologías derivadas, especies vegetales y animales que anteriormente no podían consumirse; sustituyendo, mediante la agricultura y la ganadería, las especies que no le parecían directamente útiles por las que podían suministrarle alimento o estar a su servicio; apropiándose de la leche destinada a las crías de los mamíferos que controlaba; sustrayendo los huevos mediante los que pretendían reproducirse las aves que sabía domesticar; eliminando las especies que podían poner en peligro su vida, desde fieras hasta microbios, incluyendo a menudo animales humanos de otros territorios u otras domesticaciones.

Por lo general y en la práctica, estos métodos implicaron reducir o extinguir innumerables especies, ocupar su territorio, sustituirlas por otras y entronizarse en lo alto de la pirámide, en un ejercicio constante y progresivo de devastación.3

La excepción

Sin embargo, los propios seres humanos parecen ser la única excepción a este dominio, por lo demás casi absoluto. A ninguna especie que esté bajo nuestro control le permitimos reproducirse a su antojo, pero con nosotros mismos no aplicamos el mismo cuidado. Decidimos sin vacilación sobre el momento, modo y manera del nacimiento y muerte de los demás seres vivos, pero cuando nos volvemos sobre nuestra propia especie seguimos creyendo que esas decisiones no pueden tomarse —salvo cuando nos creemos en la obligación de matar al enemigo, al hereje, al infiel, etcétera—, como si dependiesen de designios divinos e inmutables, de los que sería inconcebible plantearse ni siquiera el cuestionamiento.

Estos mismos métodos fueron también usados para conseguir abrigo, vivienda, calefacción, transporte, etcétera, cuando los humanos se encontraron con climas menos favorables. Recientemente, algunas de estas necesidades han sido cubiertas con organismos vivos fosilizados, como el petróleo, o minerales como el uranio, aunque se trata de soluciones provisionales, puesto que son recursos no renovables.

La perpetuación del sufrimiento

Al examinar con más detenimiento la explosiva multiplicación humana, descubrimos algo más, algo nuevo, algo fundamental, que acaba por revelarnos el núcleo de la estrategia ancestral: a lo largo de la historia, la mayor parte de los animales domesticados, tanto humanos como no humanos, han vivido en condiciones tremendamente miserables y dolorosas. Han sido subyugados y mantenidos en sumisión mediante métodos más o menos refinados, pero siempre crueles. Incluso en el interior de una misma domesticación o civilización se ha utilizado con los humanos el mismo sistema que se usaba con otras especies: eliminación, sustitución, utilización y mantenimiento en condiciones miserables, mientras constituían una fuerza de trabajo aprovechable y sumisa.

Crecimiento y explotación eternos

El crecimiento está asentado, enraizado, basado en la explotación de la Tierra, de la ecosfera, de la biosfera, y del propio ser humano. Y en un inmenso sufrimiento. Siempre ha sido así. Siempre.

¿Podremos, sabremos, querremos cambiarlo?

La fábrica de desgracias

Retomemos la cuestión de la población, esta vez desde un nuevo ángulo: ¿cómo se ha podido producir un aumento tan vertiginoso de ésta, en tan sólo un siglo?

La respuesta es sencilla y conocida: debido a la difusión generalizada de los antibióticos,4 la consiguiente disminución de la mortandad, especialmente la infantil y la de las mujeres durante el parto, atribuibles al acceso generalizado al agua potable, las mejoras en la higiene y los cuidados sanitarios, los avances en la alimentación, etcétera.

Al examinar estos hechos, parece imponérsenos la idea de que hemos avanzado, progresado mucho. Ahora bien: si miramos, en cambio, algunas cifras absolutas, en vez de centrarnos en las relativas, referidas tan solo a porcentajes, nos encontramos con un panorama completamente distinto.

Un horror comparativo

Permitámonos un pequeño experimento mental: supongamos durante unos instantes, y para ilustrar nuestra afirmación precedente, que todos y cada uno de los más de 200 millones de habitantes del planeta de hace 2.000 años, incluido el emperador de Roma, hubiesen pasado hambre. ¿Qué progreso habríamos entonces conseguido, después de tantos siglos de sangre,
sudor y lágrimas
, más allá de multiplicar casi por cuatro el número de hambrientos?

Veámoslo, otra vez, en un esquema:

Hambre y «progreso»

Seres humanos en el año cero




200 millones

Hambrientos en 2018















750 millones

Escala: = 1.000.000 de humanos

Los hambrientos, desde luego, no son nuestro único problema. Ya los profetas de la Biblia volvían una y otra vez sobre el drama de las viudas, los huérfanos, los pobres y los extranjeros, que revelaba la injusticia del sistema establecido en el momento. Poco ha cambiado, salvo en algunos de los países más avanzados (y en muchos de ellos los progresos no pasan de ser más que de índole cosmética): sigue tratándose, por lo general, de colectivos maltratados, explotados y marginados. Aparecen como tocados por la mala fortuna, cuando no son otra cosa que los efectos residuales inevitables de un sistema basado en la propiedad privada de las mujeres por los maridos, de los hijos por los padres, de las tierras por no todos los habitantes y del planeta por no todos los grupos humanos.

Los sistemas sociales actualmente vigentes siguen manteniendo, todavía hoy, esta forma anticuada, realmente atroz, de organizar la vida humana. Y el mundo, claro está, aparece entonces siempre y necesariamente como aquel valle de lágrimas al que nos referíamos anteriormente. Se viven como desgracias personales, con culpabilidad, celos y envidia en lo psicológico, y con rebeliones inútiles y odios eternizados en lo político-social, situaciones que no son más que la consecuencia obligada, necesaria, ineludible, del propio sistema implantado, un sistema que se pretende «el mejor de los posibles» como si fuese insensato, pueril y hasta peligroso atreverse a imaginar otra cosa.

La catástrofe climática

Si uno reside en las zonas llamadas privilegiadas del planeta, puede esconder la cabeza debajo del ala e intentar desentenderse de estas cifras5 diciéndose: «Bueno, a nosotros no nos pasa, o nos pasa cada vez menos; indudablemente, vamos mejorando; el progreso siempre avanza: esperemos unos años; son países en desarrollo, ya lo solucionarán». Es una actitud escapista, inmoral, tremendamente egoísta y corta de miras, pero también se entiende: es que se nos intenta hacer creer que no hay nada que hacer, que no está en nuestras manos hacer nada, que no hay alternativa: «esto es lo que hay», se nos repite hasta la saciedad.

Sin embargo, en este momento nos enfrentamos con algo que no nos permite seguir consolándonos mediante el recurso a esas fantasías escapistas, con algo que ya no depende exclusivamente del país de residencia: el llamado cambio climático, que está afectando a todos los países, no sólo a los subdesarrollados.

Cambio, no: catástrofe

De hecho, la expresión «Cambio climático», en sí misma, es demasiado lavada: un cambio, en efecto, puede ser para bien, una modificación hacia lo mejor, cosa que no es el caso en absoluto. Si deshacemos esta operación de atenuación, observaremos que resulta mucho más adecuado a la realidad de lo que se avecina llamar al cambio por su auténtico nombre: catástrofe climática.

Y es evidente que esa catástrofe lo que va a hacer es multiplicar, por varios órdenes de magnitud, el número de refugiados. Ya no serán miles, serán millones, decenas de millones. Y, con ellos, se multiplicarán igualmente los números de viudas, huérfanos, hambrientos, etcétera.

En Marte todo irá requetebién

Todo el mundo, incluidos los negacionistas, habla todo el tiempo del cambio climático, de la terrible degradación de la biosfera, de los marginados. ¿Qué hacemos, realmente, cuando se nos confronta con estos problemas? Hacer ver que los abordamos, mediante la creencia en un futuro recurso a lo que denominamos «La ciencia» —que pasa así a ocupar, todo hay que decirlo, el lugar que antes solía atribuirse a la Divina Providencia—: instalaremos gigantescos espejos en el espacio, que deflectarán la luz solar y evitarán el calentamiento; concebiremos sistemas para almacenar el dióxido de carbono a escala industrial y frenar así el efecto invernadero; si es necesario, crearemos ciudades flotantes para contrarrestar los efectos de la variabilidad del nivel del agua; crearemos comida, y hasta manjares, absolutamente sintéticos, con lo que no deberemos preocuparnos más por la degradación de la biosfera; recrearemos, además, mediante muestras de ADN, los animales y las plantas extinguidas; y, en última instancia, emigraremos a otros planetas, crearemos un nuevo hogar, primero en la Luna, después en Marte6 y, tras colonizar todo el sistema solar, nos extenderemos hacia las estrellas.

Son otras tantas formas de negar lo evidente, de escapar de nuestros problemas reales. Si lo único que hemos sabido hacer con nuestro planeta es cargárnoslo de una forma cada vez más acelerada —lo que, quizá sea necesario remarcarlo, no era algo a lo que estuviésemos obligados en absoluto—, ¿por qué condenada razón deberíamos hacerlo todo estupendamente bien, una vez instalados en Marte?

El peor entrenamiento

¿A alguien en su sano juicio se le puede ocurrir que destrozar un planeta para el que estamos bastante bien adaptados es el entrenamiento óptimo para no repetir después, uno por uno, exactamente los mismos errores en un nuevo planeta, en el que nuestras condiciones de vida, además, serían mucho más miserables?

Confiar en la Divina Providencia

Desde luego, también hay quien sigue creyendo que Dios terminará, en algún momento, por tomar cartas en el asunto y arreglar las cosas (Él sabrá de qué modo, desde luego). Teresa de Calcuta, por ejemplo, pensaba que nosotros deberíamos ocuparnos únicamente de nuestros semejantes, puesto que del mundo ya se encargaría Dios mismo. Quizás resulte tranquilizador escuchar estas tonterías, pero no se ve bien qué se quiere decir, en realidad, a menos que la auténtica estrategia consista en reventarlo todo y esperar que los que vengan después se apañen como puedan.

Muchos, así, aferrados a su visión del mundo o por pura inercia, parecen incapaces de imaginar un nuevo sistema global, y quieren presentar como única salida posible la huida hacia adelante.

El futuro, para ellos, tiene que ser una repetición de lo mismo: ciudades espaciales, colonización de otros planetas, guerras de las galaxias.

Quieren presentar el mundo inventado y construido por los humanos hasta ahora como el único posible.

Lo que nadie ha cuestionado

Lo que nadie ha cuestionado, porque parece incuestionable, el derecho más básico, lo más elemental, lo que siempre ha sido así, es:

¿Por qué tenemos que seguir aceptando esta degradación, estas desigualdades? ¿Por qué tenemos que pensar que el sistema es imposible de cambiar? ¿Porqué no podemos pensar en una población que pueda ser, toda, alimentada? ¿Por qué tenemos que ser tantos, tantísimos? ¿Por qué se tienen hijos como evacuan los caballos, en cualquier sitio y de cualquier manera?

De un mundo soñado a la pesadilla

Para el ser humano es vital poder soñar. No sólo para el proceso de aprendizaje y otras funciones que cumple la actividad onírica, sino porque para vivir tenemos que completar nuestro programa genético, inacabado y abierto, con un programa simbólico, inicialmente soñado por alguien, imaginado por alguien, un programa que, una vez contrastado y aceptado, constituirá lo que denominamos una cultura.

Todo es un invento

Olvidamos demasiado a menudo que todo lo que consideramos existente ha sido soñado, imaginado, inventado, en algún momento histórico, por algún hombre o alguna mujer. Y esto incluye a lo que se ha considerado lo más sagrado, por mucho que se lo pretenda hacer pasar por discurso revelado, esto es: las religiones.

Las diversas cosmovisiones, las diversas concepciones del mundo, con su correspondiente práctica de la vida cotidiana, son sueños todas, sin excepción alguna, sueños compartidos por grupos humanos más o menos grandes.

Sueño, visión, locura, realidad

Cuando un nuevo sueño global sólo lo tiene uno, se le llama visionario. Si lo comparten sólo unos pocos, pueden ser considerados por los demás como herejes, traidores, revolucionarios o locos. Si lo comparte todo un grupo humano y parece funcionar en la práctica, se empieza a hablar de la Verdad, de la Realidad.

En el cerebro humano no hay ningún indicador interno que señale el grado de viabilidad de un sueño con anterioridad al intento de su realización. Para distinguir entre su sabiduría o su demencia, sobre todo si se trata de un sueño social, hay que esperar primero a que sea compartido y puesto en práctica; pero aunque en un momento dado sea aceptado por la mayoría, debería ser considerado, siempre, como una construcción provisional, sujeta a una permanente posibilidad de revisión.

Lo que ocurre en la práctica, sin embargo, es algo tan alejado de esa práctica de revisión permanente que se convierte en su contrario. Como los grupos humanos necesitan una cultura que codifique su comportamiento social, que no puede ser transmitido genéticamente, tienden a grabar esa cultura de un modo tan profundo en todos sus miembros, empezando por los primeros momentos de la vida del recién nacido, que invariablemente se produce una inversión que después resulta casi imposible de deshacer: se termina adorando lo establecido, en vez de recordar, puesto que se ha producido un olvido colectivo de ello, que eso establecido debería poder ser revisado.

Los humanos, así, terminan por identificarse con su papel social y acaban adorando los objetos, instituciones y símbolos de su propia cultura, cuando, por el contrario, éstos debieran, ya lo hemos dicho, haber estado al servicio del desarrollo pleno de sus vidas y deberían ser desechados en cuanto una nueva situación histórica mostrara que ya no resultan válidos, que ya no cumplen la función para la que fueron creados.

Ningún sueño actual funciona bien

Los diversos sueños compartidos que todavía hoy se intentan llevar a cabo en la Tierra funcionan todos francamente mal. A pequeña escala, algunos representaron en su tiempo una mejora respecto a lo que anteriormente se estaba viviendo; pero en la actualidad, considerándolos a escala planetaria, empiezan a parecer demenciales. Dicho de otra manera, hay pruebas más que suficientes de que esas construcciones están basadas en hipótesis que han demostrado ser falsas, aunque algunos todavía se empeñen en intentar demostrar su vigencia, a misilazos si lo consideran necesario.


* * *

Aquí termina el primer capítulo de «¿Imbéciles para siempre?»

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  1. La expresión «Valle de lágrimas» ha pasado a la cultura popular en determinados países y está extraída de la oración católica denominada Salve Regina, dirigida a María, madre de Jesús.
  2. La ONU estima una cifra de 8.500 millones de seres humanos para 2030.
  3. Las noticias y publicaciones sobre el tema son constantes. Cfr., p. ej, Ramón Fernández Durán: El Antropoceno. La expansión del capitalismo global choca con la biosfera, Barcelona: Virus, 2011. Contraportada: «[La acción humana] está provocando un colapso biológico que ha supuesto una pérdida del 30% de la biodiversidad de la Tierra entre 1970 y 2005 (lo que algunos ya denominan ‘la sexta extinción de la historia del planeta’)».
  4. De los que, por otra parte, se abusa sin freno, con la consiguiente aparición de superbacterias que muy probablemente limitarán su efectividad a muy corto plazo.
  5. Para añadir algunas a las ya mencionadas (Cfr. El Antropoceno, op. cit): «La producción industrial mundial se ha multiplicado por más de 50 a lo largo del siglo XX» (p. 13); «En la actualidad, circulan libremente por el mundo unas 140.000 substancias químicas de carácter más o menos nocivo» (p. 26); «La desecación de humedales del planeta afectaba a un 20% de los mismos en el crepúsculo del siglo» (p. 38); «Los plásticos empiezan ya a superar, en muchos
    espacios marinos, al fitoplankton» (p. 38);…
  6. De hecho, el reconocido profesor Stephen Hawking afirmaba que la Humanidad debe empezar a colonizar el espacio; aunque, según su opinión, esta expansión debe hacerse para no perecer en el planeta Tierra, lo que no deja de resultar poco auspicioso.